Hace ya siete años, Christopher Nolan reseteó un personaje con el que Tim Burton hizo su personal poesía freak (maravillosamente bien, por cierto), y que, a posteriori, Joel Schumacher ridiculizó hasta niveles kitsch insospechados (Batman Forever y Batman y Robin dan bastante vergüenza ajena).
El cine
de Christopher Nolan no es especialmente plástico o escénico, sino
eminentemente narrativo, textual. Nolan ha encontrado la grandeza en el oficio
a través del guión y el montaje, no de la puesta en escena. La película
anteriormente reseñada a esta, Shame
de Steve McQueen, vendría a representar el modelo fílmico opuesto. En Shame, rara es la escena en la que no se
realzan o sugieren elementos de manera estrictamente visual. Pongo el ejemplo
de McQueen, pero hay millones. Nolan, no juega en esta liga. Lo que perdura de
su cine son sus entramados narrativos, que teje a través del montaje más
preciso y efectivo que se ha visto en años. Memento,
Insomnio o El Truco Final son películas visualmente correctas y competentes.
Se puede encontrar en ellas algún plano compuesto con cierto sentido plástico,
qué duda cabe, pero el principal baluarte que las sostiene es el andamiaje
narrativo y el carisma de sus historias. Con la comodidad que da la perspectiva
de los años, al ver Batman Begins
ahora, primera parte de la trilogía, resulta coherente que, un cineasta cuyo
medios expresivos más elocuentes son la estructura y la capacidad de exposición,
se haya centrado en emplear estos instrumentos para (a) caracterizar detalladamente
el germen y primeros pasos del personaje y (b) apegarse al realismo como opción
de representación. Para un tío de las características de Nolan, hacer la
película de superhéroes más realista hasta la fecha, resulta un ejercicio mucho
más sencillo que realizar una pseudofantasía lúgubre con el personaje, al
estilo de Burton, ya que esto último implica un imaginario visual y estético
amplio, algo de lo que Nolan carece. En Batman
Begins, dado su ambición realista (dentro de lo que cabe), al espectador se
le explica todo paso por paso, en su mayoría, de manera verbal, desde el trauma
enquistado que engendra al personaje, hasta el diseño y funcionamiento del
bat-traje y sus gadgets, pasando por el aprendizaje físico y mental en La Liga
de las Sombras. Todo ello ordenado y articulado con el montaje marca de la
casa. Y es que Batman Begins es eso,
la demostración de la enorme capacidad expositiva y la agilidad narrativa de
Nolan.
Tres
años después de la apertura, y con la promesa del Joker pendiendo desde
entonces, la propia historia y punto de partida de El Caballero Oscuro son, por definición, más convulsas y agitadas.
¿Qué hace un cineasta de las características de Nolan, verbal y textual, para
imprimir emoción? Exprime el montaje para intercalar varias historias y escribe
un guión sin fisuras, síntesis entre un thriller de acción y una película de
superhéroes. En este sentido, Nolan vuelve a reforzar el cine de acción que los
pitufos gigantes, vengadores y espartanos cachas han sedado a base de efectos
especiales impolutos. La acción de Nolan es (gracias a dios) física y clara. Si
en la escena ha de volcarse un camión, se vuelca. Si cae al agua, se tira un
camión al agua. Es una manera de hacer auténtica y cercana una set piece, al
estilo del James Cameron de los 80/90 o el John McTiernan de La Jungla de Cristal.
A Nolan se le ha criticado, y no sin razón, el
abuso excesivo de la música y el montaje paralelo, incluso cuando está
explicando una escena de transición. Pero, desde mi punto de vista, esa es una
tara que tiene el cierre de la trilogía, no El
Caballero Oscuro. Pero si existe una diferencia básica entre esta película
y las otras dos, esa es la solidez y coherencia de su discurso. El Joker de
Nolan, esa interpretación histórica que hizo Heath Ledger, bebe de la obra de
Alan Moore, ese escritor de cómics con pinta de vivir debajo de un puente. En La Broma Asesina, obra de arte absoluta,
la columna vertebral de la historia se reduce a una máxima bien simple: en un
mal día, cualquiera se puede volver loco. El Joker de Nolan, sabe esto, y lo
aplica a nivel práctico, exitosamente, con Harvey Dent. Pero el Joker no es un
malo al uso (él no quiere matar a Batman, cosa que dice literalmente, y usa a
la mafia a su antojo para esparcir el caos, no para enriquecerse). Es más bien un moralista extremo y al que quiere aleccionar no es otro que a Batman. Porque, ¿qué es El Caballero Oscuro sino dos horas y media de vapuleo ideológico a
Batman, y, por extensión, al arquetipo de superhéroe biempensante? Durante la
película, Batman ve morir a la mujer que
ama, la única manera de salvaguardar moralmente la ciudad es presentarse a sí
mismo como un asesino, y sus ideales se convierten en una losa que no le deja
combatir eficientemente el mal. Unos ideales que, a poco que se analicen, resultan
una especie de ideario obsoleto que le hace ser poco pragmático y blando. Por
mucho que El Caballero Oscuro acabe
con una memorable escena de exaltación al personaje, aderezada con la voz de
Gordon y la música de Zimmer, el verdadero perdedor de la historia no es otro
que Batman.
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