sábado, 17 de diciembre de 2011

Mismo modelo, misma sustancia: 'The Artist', de Michael Hazanivicius

“[Los silencios] son tan importantes en la vida…”
Michel Hazanavicius

De las innumerables disonancias y contradicciones que existen en la relación cine-espectador, creo que una de las más acentuadas, sino la que más, es aquella del cine mudo. Una forma de hacer películas que, al tener que delegar notablemente en lo no verbal, potenciaba todos los asideros posibles para que el espectador se enganchase a lo contado con imágenes, música y unos cuantos cartelitos. En otras palabras, todos los medios expresivos eran realzados para que la narración fuese todo lo diáfana y pura que se pudiera. Nunca un modo de expresión tan consciente y claramente orientado a agradar al espectador generará tanto rechazo en este (i.e. intenta poner a alguien a ver ‘Luces de Ciudad’ o ‘El Maquinista de la General’). Sin llegar a creer que ‘The Artist’ vaya a revitalizar el cine mudo, al menos pondrá de manifiesto las cosas raras que operan en nuestras elecciones cinéfilas, sesgadas por vete a saber tú qué factores.

A bote pronto, lo más parecido que recuerdo que se haya hecho a esta película, en tanto a reconstruir todo lo rigurosamente posible un modelo antiguo, es la extraordinaria ‘El Hombre que nunca estuvo allí’ en la los Coen hacen un noir clásico paso por paso (aunque finalmente se desvíen y creen un híbrido). ‘The Artist’ es aún más cabezota en su reconstrucción. Con ecos de ‘Cantando bajo la Lluvia’ y ‘El Crepúsculo de los Dioses’, la película toma el típico rise/fall y, lo más importante, opta por un tono tragicómico, amable, inocentón y agridulce y no se despega de él. Ahí es donde la película deja de ser un homenaje al cine mudo para SER una peli muda de los años 20, aun dejando espacio para cierto juego lingüístico impropio de la época (e.g. la pesadilla de George, una de las secuencias más brillantes de los últimos tiempos). Porque en realidad Michel Hazanavicius mantiene las bromas naifs, los grandes momentos melancólicos y su aire bondadoso hasta el final, consiguiendo un resultado inusitadamente extraño: trascender al fulano sentado en un cine en diciembre de 2011 y que parezca que le esté hablando a un público pasado, más inocente e impresionable y que iba al cine de otra manera y con otras motivaciones, como si fuera un acontecimiento excepcional, mágico. Es ahí donde brota una ternura y una adhesión que ningún producto prefabricado a lo línea de montaje hollywoodiense podrá emular jamás, donde la copia deja ser copia para convertirse en legado. Y quizás, en un tiempo de 3-D, avatares, 300s y demás entrenamientos artificiales, una película como esta, una pieza artesanal de otro tiempo, es un hábil recordatorio de que contar una historia con cariño y pasión es la premisa básica para entablar un tú a tú con la platea.


Pero a pesar del buenrollismo de la propuesta, en un juego metacinematográfico impresionante y salvajemente triste, somos partícipe de la muerte de una manera de expresión (de la que la propia película es parte) hecha con enorme sentimiento por su autor pero que es pisoteada por un público que sólo quiere ver cosas nuevas y edificantes (el mismo público al que ‘The Artist’ evoca). ¿Nos estará hablando de nuestro tiempo? ¿Acabaremos sucumbiendo paulatinametne a las gafas y al 3D?

En fin. En cualquier caso, el principal y hermosísimo mensaje que emana de ‘The Artist’ es, quizás, mucho más primario y sencillo: lo atemporal que es una historia bien contada.