miércoles, 6 de noviembre de 2013

Cómo los blancos ayudaron a los negros a avanzar...espera, ¿qué?: El Mayordomo, de Lee Daniels

Antonio Gramsci, marxista hasta sus últimas consecuencias, escribió que todos los hombres son filósofos. Quería expresar con ello que todo ser humano posee una visión particular del mundo y que, y he ahí lo importante, debemos luchar por implementarla, por cambiar las condiciones materiales de nuestro entorno. Llevaba ya Gramsci unos cuantos años muerto cuando, en la década de los 50, los afroamericanos, después décadas de sufrir aquel funesto ‘separate but equal’, se movilizaron para erradicar la segregación y la profunda violencia institucional y física que sufrían, en lo que pasó a llamarse Civil Right Movement. Historiadores, politólogos, culturalistas y artistas de todo tipo se han centrado desde tantos ángulos que se ha convertido un tema difícilmente sintetizable: lucha por la decencia humana, proyecto de clase, luchas intestinas sobre cómo articular dicho proyecto, inestabilidad social sin parangón… Una época en la que, como rezaba la frase publicitaria de la genial Arde Mississippi, 'America was in a war...with itself' lidiando con sus propias contradicciones como sistema, con una constitución construida en torno al mantra liberal de que todo los hombres tienen derecho a la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad y que amparaba, simultáneamente, la marginalización y criminalización sistemática de los negros, despojados de todas las ventajas materiales de su homólogo blanco. Vivían, como decía Malcom X, la pesadilla, y no el sueño americano. 

La mejor y más precisa definición que yo haya escuchado nunca sobre el Movimiento de Derechos Civiles en Estados Unidos se la escuché a una profesora en la uni, Justine Tally, una eminencia en literatura y cultura afroamericanas y una profesora extraordinaria. Decía que todos los logros sociales del MDC se consiguieron from the bottom y sin ningún tipo de ayuda desde arriba. El poder estatal y federal sólo reaccionó al ver una realidad total y absolutamente inmanejable. Si los negros consiguieron minimizar la segregación, es decir, cuando éstos lograron cambiar las condiciones materiales de su mundo, cuando se hicieron filósofos, como postulaba Gramsci, no fue por apoyo gubernamental, sino por haberse movilizado de manera frontal, desbordante y sin precedentes para dar voz a las barbaridades sufridas históricamente. Sólo cuando el MDC estampó esa vergüenza histórica en la cara de los sucesivos gobiernos y en la opinión pública, cuando hizo patente, a través de la desobediencia civil, que un modelo segregacionista y parcial era insostenible, cuando se evidenció que, o se alteraban inmediatamente ciertas prácticas arraigadas en la nación, o ésta entraba en colapso, fue ahí y sólo ahí cuando abrió la mano el poder y se permitieron ciertas conquistas sociales. La desobediencia civil ha resurgido en el escenario europeo-americano como herramienta para reclamar cosas que la crisis financiera está cercenando. Déjenme hacer una pequeña analogía, puesto que para entender la cobardía y el conformismo de El Mayordomo, me parece necesario traer el tema al presente. Movimientos como la Plataforma de Afectados por la Hipoteca y asociaciones similares, mediante la revuelta social pacífica, han conseguido minimizar el impacto de la violencia del estado, forzando a los poderes gubernamentales a cambiarUn cambio arriba porque, from the bottom, se ha removido cielo y tierra (manifestaciones de todo tipo, asambleas, apelaciones a la UE…)  para que eso suceda. Imaginen una hipotética película sobre la lucha social de gente como Ada Colau, Mohammed Aziz, o Juan José Bueno Planas. Imaginen, ahora, que en esa hipotética película se presente la consecución de esos logros sociales como un trabajo bidireccional, a dos bandas entre los activistas que luchan desde abajo y los de arriba, que reconocen esa sufrida labor from the bottom y, en conjunción, gracias al esfuerzo de la base y el compromiso de las élites, se obtiene la mejora del estatus social de los damnificados. Veríamos alguna escena con los jefazos del FMI o de la Comisión Europea que, en un momento de epifanía, abren vías de regeneración, de cambio. Esto es exactamente lo que hace El Mayordomo con el Civil Right Movement. Toda construcción narrativa elije, y por ende, descarta trozos de una historia para confeccionar un trama. Lo que en El Mayordomo se escoge y se descarta es muy elocuente.  Sin decir monstruosidades abiertamente, sin caer en el esperpento de abortos como La Dama de Hierro, la película mira a la historia seleccionando lo más potito, lo más presentable, lo que menos moleste. 

La película se abre con una representación cruda, tanto física como emocionalmente, de la tragedia de ser afroamericano y vivir en el sur profundo en plenos años 30. Es ahí, y sólo ahí, donde veremos que la película trata con frontalidad y sin paños calientes su temática. Pero criticar una sociedad ultra-racista, brutalizada y viciosa como era sur de Estados Unidos de entreguerras es como criticar a Crepúsculo, a Ana Botella, o Justin Bieber: es extremadamente fácil. Y la parcialidad y tibieza de la película comienza en ese preciso momento: no continúa con ese compromiso crítico cuando la acción se traslada a Washington.

El primer presidente que conocemos es Dwight Eisenhower, al que Robin Williams presta sus gestos de abuelete cándido. Eisenhower era un señor que provenía del lobby militar, general condecorado durante la Segunda Guerra Mundial. Un estamento el militar que, aunque en proceso de desegregación durante los años 50, mantuvo hasta el final de la guerra la orden de separar la sangre de los soldados según su raza, no vaya a ser que se le hiciese una transfusión a un blanco con sangre afroamericana. No se le debe exigir a la película mencionar esto, porque tampoco viene al caso, pero sí que contextualice las medias verdades que expone. Eisenhower se encontró con una población afroamericana organizada, concienciada y contestataria, cansada de seguir siendo humillada y privada de las ventajas de vivir en un país extremadamente afluente como lo fue Estados Unidos hasta la década de los 70 (donde entró en una crisis económica que tardaría más de una década en subsanar). Y lo que era más problemático para un gobierno: tenía que lidiar con un grupo de población dispuesto a sangrar y morir por revertir su penosa situación. De nuevo, una desestabilización brutal, from the bottom, fuerza a los poderosos a moverse. Caracterizar a Eisenhower como el primer hombre blanco que se jugó el cuello por los negros (cito textualmente al protagonista de la película), porque mandó tropas al Sur para evitar una sangría, cuando a lo largo de sus dos legislaturas no propuso ninguna ley propia para promover los Derechos Civiles, cuando dispuso de ocho años para comenzar a reconducir la situación social…no mencionar eso, pero sí mostrarle pintando un cuadro y preguntándole a su mayordomo negro que si tiene hijos, se llama felación histórica. Y claro, nos la cuela, porque la película, gracias al ángulo desde el que se narra, es lo suficientemente hábil como para hacer de la manipulación emocional un arma para vendernos un discurso cagueta y acrítico, y lo más importante, casi imperceptible. Con dos  de las figuras más complejas de la política estadounidense del siglo XX la película pone el piloto automático: John F. Kennedy era un santo y un mártir (era integracionista vale, pero su prioridad no era el pueblo negro, al cual siguió privando de los subsidios de vivienda de los que disfrutaban los blancos, y del que pasó olímpicamente en los estados sureños); y, claro, Richard Nixon era un loco paranoico. FIN (después de ver a un cineasta de verdad como Oliver Stone narrar la obra política de Nixon en su película homónima, lo que se ve en la peli de Daniels es de puto parvulario). En medio otra buena dosis de caricatura simplona (y graciosa, para qué nos vamos engañar) de otro tipo complejo y difícil como Lyndon B. Johnson, y, seguidamente, una de las partes más sangrantes en el discurso de la película, el masaje tonificante que le dan a Ronald Reagan.  

Ronald Reagan: figura vehiculadora del neoconservadurismo y auténtico unificador de la derecha americana, uno de los padres de la actual crisis. Un orador apabullante, cristiano devoto y ultrapatriótico. Para empezar, desmontó el pseudo-estado del bienestar que algunos gobiernos previos habían comenzado a construir, cuyas bases fundamentales eran, qué casualidad, logros sociales conseguidos por el MDC (por ejemplo: diversas ayudas a los barrios empobrecidos donde los negros habían sido arrinconados en el diseño urbano y a las familias que allí (mal)vivían). Los resultados de sus políticas ya se empezaron a registrar en finales de los 80, como apunta Mike Davis en Prisoners of the American Dream:    
'Black America has been savaged by a new immiseration. Nearly half of all Black children are growing up in poverty, and in the upswing of the Reagan 'recovery', the Black unemployment rate, which histori­cally has been double the white rate, is now three times higher'
El discurso social y cultural de Reagan, del que la derecha española se ha surtido en fondo y forma, pregonaba que el estado ha de minimizarse, que las ayudas sociales apalancan y no estimulan al individuo, y que la intervención económica del aparato estatal en educación o sanidad mejor dejárselas al mercado financiero. Fue este mensaje reganiano el que creó el mito cultural del afroamericano como un parásito del sistema, siempre dispuesto a pillar cacho de las prestaciones sociales (algo que explica genialmente Bill Maher (1:50). Lo peor de todo no es que El Mayordomo diga de pasada que Reagan no apoyó el Movimiento de Derechos Civiles (algo que cualquier persona mínimamente interesada en la historia de Estados Unidos sabe). En su estilo (decir las partes negativas a susurros y lo bueno y enaltecedor a todo trapo), lo verdaderamente grave y significativo es que introduzca escenas de Reagan/Alan Rickman pensando en voz alta si está obrando bien con los negros, ayudando al protagonista a medrar, o a su mujer toda colega invitándole a una cena oficial. Un señor ultrareligioso, proveniente del lobby neoconservador, amigo en los años 60 de la casta política sureña que defendió la segregación hasta el último segundo… ¿ese señor tenía reparos morales con sus políticas y el impacto para con los negros? Claro que sí hombre.

Que al final la película pinte un mundo el que poco menos que no existe el racismo no sorprende dada la falta de honestidad y espíritu crítico que vertebran todo lo anterior. Por ello, cuando la película alega, en sus últimas líneas, que está dedicada a los hombres y mujeres del MDC, uno se da cuenta de la desfachatez a la que puede llegar Hollywood para pasar por el filtro de los tópicos, las edulcoraciones y la falta de huevos el sufrimiento de tantas generaciones oprimidas por la sinrazón del racismo.

Ni es la primera, ni será la última.   

martes, 31 de julio de 2012

Nolan y los murciélagos traumatizados (2)


 “I’m a zombie, a flying dutchman. A dead man, ten years dead…”

Esta frase no pertenece a The Dark Knight Rises, pero bien podría ser, si cambiásemos ocho por diez años. Aparece en los primeros compases de The Return of the Dark Knight de Frank Miller, obra sombría, extraña y distópica cuya premisa inicial (un Bruce Wayne envejecido y envenenado por sus sempiternos traumas pululando por una Mansión Wayne abandonada al polvo, le sirve a Christopher Nolan para construir los cimientos argumentales y temáticos de la rúbrica final de la trilogía. Aunque, todo sea dicho, el cómic de Miller camina por unos derroteros diametralmente opuestos a la de Nolan. 

A nivel puramente personal, The Dark Knight Rises es una película que disfruto enormemente, me divierte mucho y, en más de un momento, me pone los pelos de punta. Nolan demuestra, de nuevo, lo que mejor sabe hacer: narrar en paralelo con mucho pulso (gracias a un empleo cojonudo del montaje), rodar grandes escenas de acción, y construir antagonistas auténticos y volátiles, que representen un peligro REAL para el devenir de unos “buenos” que oscilan desde lo crepuscular (Batman y Gordon) hasta el empuje naïve (Joseph Gordon Levitt), pasando por el estoicismo (el enorme Alfred) con igual convicción. Las interpretaciones, todas ellas, extraordinarias. Estos son pilares bien cimentados y apuntalados que hacen grande a esta película, y pequeñas a otras muchas cintas de superhéroes. El habitual despliegue narrativo del inglés, no obstante, ni está ajustado al milímetro en cuanto a mimbres expresivos (como sí sucede en El Caballero Oscuro) ni es enteramente consistente a nivel de discurso. Para empezar, revisionando la saga y habiendo visto TDKR, no creo que El Caballero Oscuro tenga ese clímax continuo que tanto se le ha achacado. La segunda entrega tiene varias escenas climáticas, que, por su propia naturaleza y composición, necesitan una puesta en escena, montaje y música más intensos y obvios, pero, creo yo, no son las suficientes como para catalogarlo de lacra. Y lo que es más importante, no llegan al nivel de saturación de ésta. TDKR sí que, desde mi punto de vista, excede esa línea de abstracta que divide lo trepidante de lo sobre-saturado e hipertrofiado. Para mí, el ejemplo más claro de la descompensación que jalona esta tercera entrega, además de las cuantiosas escenas de transiciones de escasa importancia infladas con música, es el interminablemente artificioso redoble de tambor que representa el acto final. Cinco líneas argumentales (Policía vs rebeldes; Batman vs. Bane; Lucius rastreando con sus gadgets; Gordon buscando la bomba; y Joseph Gordon-Levitt con los chiquillos) ensambladas al unísono y barnizadas con el score de Hanz Zimmer. Es como escuchar a cinco personas hablar a la vez (con el correspondiente agobio). Y de propina, varios tics del peor cutre-comic (i.e. malos que dan discursos enfáticos justo antes de morir). Pocas veces las voces críticas contra Nolan lo tendrán tan fácil para sentenciarle por su falta de mesura y racionamiento narrativos (y no sin razón, todo sea dicho).

De hecho, la orquestación sobresaturada también permea a lo argumental. En El Caballero Oscuro, el Joker, además de un antagonista sublime, servía para desnudar ideológicamente a Batman, puesto que simbolizaba, de manera precisa y clara, al desestabilizador del sistema que disfruta desmantelando las dualidades que construyen la sociedad y, en especial, el supuestamente impoluto código moral de Batman. En esta película no existe el rigor y la claridad discursiva que regían la película interior. Se esbozan ideas muy interesantes, se delinean un par de discursos muy sugerentes, pero todo se queda a la mitad, y a nada se le da un cierre coherente, ni maduro, aunque la valentía ahí queda. Porque, entre otras cosas, hay que tener huevos para rodar una escena como el primer mano a mano Batman-Bane, con ese grado de desnudez formal y violencia física. Y es que durante la primera mitad de la película, hay un par de momentos extraordinariamente osados y agudos, teñidos de una rabia anti-burguesa inusitada (no deberíamos olvidarnos de que Nolan habla de este tipo de cosas por medio de un blockbuster de 250 millones de dólares financiados por la Warner). La paz que respira Gotham al inicio de la peli se construye a partir de un encubrimiento, mientras que, más tarde, se apunta al origen del alzamiento popular como producto del descuido y desinterés de las altas esferas, que hace que la clase más desfavorecida, a fin de encontrar una válvula de escape, sea absorbida por los extremismos que representa Bane. Y no menos potente es la toma de la bolsa y el subsiguiente asesinato de Dagget, donde se muestra con acritud y malicia cómo se le da la vuelta al concepto de poder/sumisión ligado a lo económico (algo incluso más elocuente contextualizado hoy en día). Pero para qué nos vamos a engañar, a la tinta se le echa agua, y esas ideas penden en el aire hasta el final, sin una solución argumental que las afile o les de verdadera concreción. Que Nolan haga una especie de re-escritura de la Revolución Francesa (con Blackgate a modo de Bastilla y símbolo de la Ley Dent, como aquella lo era del Feudalismo), es muy ingenioso, pero, finalmente, todo se queda en un par de detalles inspirados, más que un verdadero mensaje escondido debajo de la narrativa. Es más, muchos de estos subtextos se deforman, pues la película se vuelve un comentario pro-sistema y pro-policía en su tercio final. Es como empezar a hacer algo de corte subversivo, cagarse a mitad, y explotar la veta más insulsa y convencional, antes que indagar en las situaciones entroncadas en lo socio-político. Este (decepcionante) viraje se traduce en que, en vez de explicar un poco más esa purga anti-burguesa y sus implicaciones, Nolan se obceca en forzar la épica a través de salidas argumentales algo extrañas (una cárcel en el final del mundo, ¿WTF?) y, por ende, situaciones de auto-superación ya muy sobadas a estas alturas. Algunas de las intenciones que recorren la película son admirables, todo sea dicho, pero, siendo honestos, en según qué momentos, no es una obra bien diseñada en términos de exposición y discurso.

Aún así, es imposible negarle al arrojo de sus ideas (aunque estén a medio definir) o  el músculo de la narración. Es una película con grandeza, y eso es innegable. Con todo, al igual que me pasa con Tarantino, yo espero que Nolan, a pesar de que ha dignificado el cine de superhéroes, vuelva a sus orígenes, que escriba y ruede algo como Following o Memento, dos catálogos de cómo exprimir la fragmentación y el misterio para armar una historia. 



















domingo, 22 de julio de 2012

Nolan y los murciélagos traumatizados (1)

Hace ya siete años, Christopher Nolan reseteó un personaje con el que Tim Burton hizo su personal poesía freak (maravillosamente bien, por cierto), y que, a posteriori, Joel Schumacher ridiculizó hasta niveles kitsch insospechados (Batman Forever y Batman y Robin dan bastante vergüenza ajena).


El cine de Christopher Nolan no es especialmente plástico o escénico, sino eminentemente narrativo, textual. Nolan ha encontrado la grandeza en el oficio a través del guión y el montaje, no de la puesta en escena. La película anteriormente reseñada a esta, Shame de Steve McQueen, vendría a representar el modelo fílmico opuesto. En Shame, rara es la escena en la que no se realzan o sugieren elementos de manera estrictamente visual. Pongo el ejemplo de McQueen, pero hay millones. Nolan, no juega en esta liga. Lo que perdura de su cine son sus entramados narrativos, que teje a través del montaje más preciso y efectivo que se ha visto en años. Memento, Insomnio o El Truco Final son películas visualmente correctas y competentes. Se puede encontrar en ellas algún plano compuesto con cierto sentido plástico, qué duda cabe, pero el principal baluarte que las sostiene es el andamiaje narrativo y el carisma de sus historias. Con la comodidad que da la perspectiva de los años, al ver Batman Begins ahora, primera parte de la trilogía, resulta coherente que, un cineasta cuyo medios expresivos más elocuentes son la estructura y la capacidad de exposición, se haya centrado en emplear estos instrumentos para (a) caracterizar detalladamente el germen y primeros pasos del personaje y (b) apegarse al realismo como opción de representación. Para un tío de las características de Nolan, hacer la película de superhéroes más realista hasta la fecha, resulta un ejercicio mucho más sencillo que realizar una pseudofantasía lúgubre con el personaje, al estilo de Burton, ya que esto último implica un imaginario visual y estético amplio, algo de lo que Nolan carece. En Batman Begins, dado su ambición realista (dentro de lo que cabe), al espectador se le explica todo paso por paso, en su mayoría, de manera verbal, desde el trauma enquistado que engendra al personaje, hasta el diseño y funcionamiento del bat-traje y sus gadgets, pasando por el aprendizaje físico y mental en La Liga de las Sombras. Todo ello ordenado y articulado con el montaje marca de la casa. Y es que Batman Begins es eso, la demostración de la enorme capacidad expositiva y la agilidad narrativa de Nolan. 


Tres años después de la apertura, y con la promesa del Joker pendiendo desde entonces, la propia historia y punto de partida de El Caballero Oscuro son, por definición, más convulsas y agitadas. ¿Qué hace un cineasta de las características de Nolan, verbal y textual, para imprimir emoción? Exprime el montaje para intercalar varias historias y escribe un guión sin fisuras, síntesis entre un thriller de acción y una película de superhéroes. En este sentido, Nolan vuelve a reforzar el cine de acción que los pitufos gigantes, vengadores y espartanos cachas han sedado a base de efectos especiales impolutos. La acción de Nolan es (gracias a dios) física y clara. Si en la escena ha de volcarse un camión, se vuelca. Si cae al agua, se tira un camión al agua. Es una manera de hacer auténtica y cercana una set piece, al estilo del James Cameron de los 80/90 o el John McTiernan de La Jungla de Cristal.   

A Nolan se le ha criticado, y no sin razón, el abuso excesivo de la música y el montaje paralelo, incluso cuando está explicando una escena de transición. Pero, desde mi punto de vista, esa es una tara que tiene el cierre de la trilogía, no El Caballero Oscuro. Pero si existe una diferencia básica entre esta película y las otras dos, esa es la solidez y coherencia de su discurso. El Joker de Nolan, esa interpretación histórica que hizo Heath Ledger, bebe de la obra de Alan Moore, ese escritor de cómics con pinta de vivir debajo de un puente. En La Broma Asesina, obra de arte absoluta, la columna vertebral de la historia se reduce a una máxima bien simple: en un mal día, cualquiera se puede volver loco. El Joker de Nolan, sabe esto, y lo aplica a nivel práctico, exitosamente, con Harvey Dent. Pero el Joker no es un malo al uso (él no quiere matar a Batman, cosa que dice literalmente, y usa a la mafia a su antojo para esparcir el caos, no para enriquecerse). Es más bien un moralista extremo y al que quiere aleccionar no es otro que a Batman. Porque, ¿qué es El Caballero Oscuro sino dos horas y media de vapuleo ideológico a Batman, y, por extensión, al arquetipo de superhéroe biempensante? Durante la película,  Batman ve morir a la mujer que ama, la única manera de salvaguardar moralmente la ciudad es presentarse a sí mismo como un asesino, y sus ideales se convierten en una losa que no le deja combatir eficientemente el mal. Unos ideales que, a poco que se analicen, resultan una especie de ideario obsoleto que le hace ser poco pragmático y blando. Por mucho que El Caballero Oscuro acabe con una memorable escena de exaltación al personaje, aderezada con la voz de Gordon y la música de Zimmer, el verdadero perdedor de la historia no es otro que Batman.   

martes, 8 de mayo de 2012

Ahora más que nunca, Winter is coming


[No leer si no se ha visto hasta el 2x06 de Juego de Tronos]




Los 16 capítulos de vida de Juego de Tronos han evidenciado que HBO, junto con su historia sobre la Ley Seca en Atlantic City, ha cristalizado sus intenciones de buscarle una prima hermana, en cuanto a estándares de calidad, a los dos landmarks de la cadena: The Wire y Los Soprano. Aún queda mucho material por adaptar, en especial, un tercer volumen donde está destilado el sello George R.R. Martin en cada coma, y que deja en bragas las dimensiones de lo narrado hasta ahora. Aún así, y a pesar de las diferencias de contexto e intenciones inherentes al material, Juego de Tronos es una amplificación de la columna vertebral temática de todas las grandes series de HBO: los oscuros flujos del poder. Escribir estas líneas ahora, apenas sobrepasado el ecuador de la segunda temporada, parece un sinsentido, pero es justo en este momento de la serie donde se ha señalado, de manera especialmente sutil y brillante, el discurso de Martin, anticipado y condensado perfectamente en boca de Stannis Baratheon hace un par de capítulos: “Cleaner ways don’t win wars”. 




De la misma manera que en Deadwood se nos presentaba un oeste mugriento, decadente y feísta, Martin hace lo mismo con la Edad Media Europea, presentándola como, probablemente debía ser, un mundo dantesco y brutalizado: incesto, cercenamiento de miembros por doquier, prostitutas con semen en las comisuras, tripas, y crueldades varias. ¿Pero qué hay del poder? El lema de la casa Stark no es una simple frase cool para adornar estados de facebook. La filosofía del Norte de Poniente es fatalista por naturaleza, como la de los primeros colonos puritanos que llegaron a América y veían la cotidianidad como una constante sucesión de peligros. La vida en el norte está condicionada por el mismo sesgo: el frío va a llegar, el futuro es un mal presagio, un viento congelado que va impactar más pronto que tarde. Que la serie comience (antes incluso de los títulos de crédito) con unos monstruos congelados haciendo de las suyas es, a nivel de significado y discurso, de todo menos incidental: el invierno está llegando, de manera corpórea, en forma de White Walkers. La semántica enterrada en las imágenes que crea Martin (y que traducen ejemplarmente David Benniof y D.B. Weiss) configura, de alguna manera, lo que está por venir. El invierno no está llegando sólo por el norte, sino que brota internamente a lo largo y ancho de todo Poniente. El lema de los Stark se convierte en una especie de mantra que reverbera en todas las acciones de la historia. Se ha hecho notar, de manera particularmente poderosa, en el último capítulo, que retrotrae, inevitablemente, a una de las primeras grandes imágenes de la serie: el ajusticiamiento del desertor de la Guardia de la Noche por parte de Eddard, el auténtico bastión moral de esta historia y cuya muerte comenzó el lento pero firme viraje de la serie hacia la oscuridad moral más absoluta. Donde en el primer ajusticiamiento, todo es sobrio, solemne, digno y hecho de un certero y limpio golpe de espada, la muerte de Ser Rodrick se hace de modo vil y dubitativo, a tres tajos a cual más truculento, y donde el único atisbo de aplomo y honor vienen del ajusticiado. 


David Chase y David Simon habrán aplaudido en sus casas. 


lunes, 20 de febrero de 2012

Steve McQueen, cineasta del cuerpo: 'Shame'


El Batman de Christopher Nolan decía en la primera entrega del reseteo (Batman Begins, 2005) aquello de que 'it's what you do that defines you'. En un contexto diametralmente opuesto, un treintañero inglés dice prácticamente lo mismo, a modo de axiomaque define su estilo de vida. En la escueta carrera cinematográfica de Steve McQueen, sus personajes, por razones totalmente divergentes, emplean sus cuerpospara aclarar su identidad y su lugar en el mundo. Ya sea usándolo como arma arrojadiza contra el sistema, a través del auto-maltrato o por medio de la imperiosa necesidad de correrse una docena de veces al día. Pero el vínculo común es que el cuerpo es catalizador de todo ello.

'Shame' evidencia que McQueen continúa con la maquinaria engrasada para narrar con elementos mínimos y visuales, como los primeros compases de película, donde imagen y montaje, desnudos y en su expresión más sencilla, son los únicos mimbres necesarios para sacar adelante la historia y caracterizar la rutina áspera, aséptica y desangelada de Brandon, un Michael Fassbender soberbio que hace la interpretación de su vida. Todo hay que decirlo, la película no es tan expresiva ni intensa como 'Hunger' en ese sentido (pocas lo son, por otra parte), pero aún así el lenguaje de McQueen y su dominio del medio son acojonantes. Es difícil encontrar un tipo que confíe tanto en su material y en el poderío de las imágenes. Esto puede parecer una afirmación muy simple (y puede que lo sea), pero si por algo esta película es tan poderosa y perdurable es precisamente por la madurez con la que está rodada. McQueen no se prodiga en virguerías estilísticas apabullantes (vamos, que no es De Palma o Bela Tarr). Al contrario, como ya digo, es muy expresivo con pocos elementos. En términos prácticos, esa soledad alienante de Brandon, o escenas extraordinarias como el 'New York, New York' que canta Carey Mulligan (otra interpretación intachable), ver a Brandon mirar un atardecer solo y desnudo, o la discusión con dibujos animados en el fondo, llegan a un grado de elocuencia extremo por la desnudez formal y la falta de artificio con las que están construidas. Cualquier otro director menos diestro hubiese empleado más planos, más énfasis o más brocha gorda para engordar la intensidad de cada escena y por ende el tono de la película, pero McQueen lo rueda de la manera más económica posible. La mentada discusión, hecha en un solo plano y sin mover la cámara, es magistral gracias a la mezcla de violencia psicológica y austeridad visual absoluta.

Pero claro, esta película, por su propia propuesta, no es tan muda como la anterior película de McQueen. Y en este cine más de prosa, la película logra hacer eso que decía Coppola, hablar sobre cómo está el mundo a través de las personas. Comenta Steve McQueen en una entrevista que esta era una película muy enclavada en su momento histórico, en su aquí y ahora, cosa algo rara a poco que se piense ya que el periplo vital de hastío existencial de Brandon toma lugar en Nueva York pero bien podría pasar en Londres (como así iba a ser en primera estancia), Paris o cualquier ciudad occidentalizada. Yo creo que esa falta de concreción es donde se sustenta la columna vertebral de la película. McQueen y su guionista Abi Morgan hablan de un tío con dinero, guapo, encantador que puede follar con quien quiera y tiene todo para alcanzar la plenitud en su vida. Pero todos estos recursos le llevan a un placer viciado y que se retroalimenta sin satisfacción o alivio, una dinámica interminable de consumo constante que sólo le genera aislarse emocionalmente, ya sea ignorando y maltratando a la gente débil y frágil como su hermana o resultándole imposible tener un acercamiento sexual normal con la chica que le gusta. Una manera cojonuda, a mi parecer, de usar el conflicto personal y familiar para hablar metafóricamente sobre la cada más profunda deshumanización que ejerce el capitalismo en la gente, de lo complicado que resulta entablar una conexión emocional en un marco tan individualista y de every-man-for-himself.

En fin, no es una película que recomendaría masivamente, porque ese equilibrio entre la pausa con la que está narrada y la frialdad de la propuesta no creo que sea muy atractiva para al público, pero a mí me parece un peliculón de la hostia. Junto con ‘Drive’, la película más injustamente ignorada de este año en los Oscars.



sábado, 17 de diciembre de 2011

Mismo modelo, misma sustancia: 'The Artist', de Michael Hazanivicius

“[Los silencios] son tan importantes en la vida…”
Michel Hazanavicius

De las innumerables disonancias y contradicciones que existen en la relación cine-espectador, creo que una de las más acentuadas, sino la que más, es aquella del cine mudo. Una forma de hacer películas que, al tener que delegar notablemente en lo no verbal, potenciaba todos los asideros posibles para que el espectador se enganchase a lo contado con imágenes, música y unos cuantos cartelitos. En otras palabras, todos los medios expresivos eran realzados para que la narración fuese todo lo diáfana y pura que se pudiera. Nunca un modo de expresión tan consciente y claramente orientado a agradar al espectador generará tanto rechazo en este (i.e. intenta poner a alguien a ver ‘Luces de Ciudad’ o ‘El Maquinista de la General’). Sin llegar a creer que ‘The Artist’ vaya a revitalizar el cine mudo, al menos pondrá de manifiesto las cosas raras que operan en nuestras elecciones cinéfilas, sesgadas por vete a saber tú qué factores.

A bote pronto, lo más parecido que recuerdo que se haya hecho a esta película, en tanto a reconstruir todo lo rigurosamente posible un modelo antiguo, es la extraordinaria ‘El Hombre que nunca estuvo allí’ en la los Coen hacen un noir clásico paso por paso (aunque finalmente se desvíen y creen un híbrido). ‘The Artist’ es aún más cabezota en su reconstrucción. Con ecos de ‘Cantando bajo la Lluvia’ y ‘El Crepúsculo de los Dioses’, la película toma el típico rise/fall y, lo más importante, opta por un tono tragicómico, amable, inocentón y agridulce y no se despega de él. Ahí es donde la película deja de ser un homenaje al cine mudo para SER una peli muda de los años 20, aun dejando espacio para cierto juego lingüístico impropio de la época (e.g. la pesadilla de George, una de las secuencias más brillantes de los últimos tiempos). Porque en realidad Michel Hazanavicius mantiene las bromas naifs, los grandes momentos melancólicos y su aire bondadoso hasta el final, consiguiendo un resultado inusitadamente extraño: trascender al fulano sentado en un cine en diciembre de 2011 y que parezca que le esté hablando a un público pasado, más inocente e impresionable y que iba al cine de otra manera y con otras motivaciones, como si fuera un acontecimiento excepcional, mágico. Es ahí donde brota una ternura y una adhesión que ningún producto prefabricado a lo línea de montaje hollywoodiense podrá emular jamás, donde la copia deja ser copia para convertirse en legado. Y quizás, en un tiempo de 3-D, avatares, 300s y demás entrenamientos artificiales, una película como esta, una pieza artesanal de otro tiempo, es un hábil recordatorio de que contar una historia con cariño y pasión es la premisa básica para entablar un tú a tú con la platea.


Pero a pesar del buenrollismo de la propuesta, en un juego metacinematográfico impresionante y salvajemente triste, somos partícipe de la muerte de una manera de expresión (de la que la propia película es parte) hecha con enorme sentimiento por su autor pero que es pisoteada por un público que sólo quiere ver cosas nuevas y edificantes (el mismo público al que ‘The Artist’ evoca). ¿Nos estará hablando de nuestro tiempo? ¿Acabaremos sucumbiendo paulatinametne a las gafas y al 3D?

En fin. En cualquier caso, el principal y hermosísimo mensaje que emana de ‘The Artist’ es, quizás, mucho más primario y sencillo: lo atemporal que es una historia bien contada.

domingo, 25 de septiembre de 2011

Cine español Cara B: 'No habrá paz para los malvados', de Enrique Urbizu.

Tristemente, se sigue asociando por defecto el cine español contemporáneo a un coto específico formado por los tags ‘Guerra Civil’, ‘Drama Familiar’, ‘Tetas’, ‘Almodóvar’ y ‘Amenábar’. Sin menospreciar ni mucho menos los dos subgéneros ahí nombrados, ni a esos dos (grandes) autores ni por supuesto las mamellas, por mucho que una verdad a medias se repita hasta la saciedad no se convierte en una verdad. Dicho procedimiento, simplificación al cubo, excluye al otro cine español, ese que toca el cine de género con convicción (desde la ciencia ficción al noir, pasando por el thriller y el terror), ese que produce obras ricas en referencias y que se nutre del propio cine (eso que hace Tarantino y que nos la pone tan dura), ese que saca adelante películas de fuerte personalidad no reñidas con la espectacularidad, dejándolas en un punto intermedio entre arte y comercialidad, al estilo de aquel Nuevo Hollywood de los 70’s. A este perfil corresponden títulos como ‘Celda 211’, ‘El Día de la Bestia’, ‘Nadie hablará de nosotras cuando hayamos muerto’, ‘La Caja 507’, ‘Los Cronocrímenes’, ‘[REC]’, ‘Enterrado’, ‘Los Lobos de Washington’, ‘Intacto’, ‘El Método’, ‘Hormigas en la Boca’, ‘Abre los Ojos’ o ‘Tesis’ (que, aún siendo de Amenábar, pertenecen a este grupo) y lo abanderan nombres como Agustín Díaz Yanes, Manolo Barroso, Alex de la Iglesia, Nacho Vigalondo, Daniel Monzón, Rodrigo Cortés y, el que es para mí el ejemplo más representativo, Enrique Urbizu, autor de la excepcional y recién estrenada ‘No habrá paz para los malvados’, el exponente definitivo de esa cara B del cine patrio.

Por lo general, es relativamente fácil encontrar películas que cojan las convenciones de un género y las modifiquen. Es igual de sencillo encontrar ejemplos de perpetuaciones del género u homenajes. Pero es bastante más complicado darse de narices con una película que aúne ambas vertientes, que por un lado muestre respeto reverencial por la tradición y simultáneamente se mee en los automatismos y constantes genéricas. ‘Sin Perdón’ o ‘Enemigos Públicos’, por ejemplo, serían dos buenos modelos de esta práctica. ‘No habrá paz para los malvados’ está en las mismas coordenadas. Para empezar, su trama compleja, retorcida y plagada de personajes y conexiones internas es herencia directa de la serie negra americana, cuyas novelas (y posteriores adaptaciones cinematográficas) se sustentaban en tramas de una elaboración máxima. Pero, en su afán de no ser una fotocopia, esta película, en primer lugar, esquiva los diálogos largos y consigue exponer buena parte de la trama con imágenes, echando mano de las palabras sólo cuando es estrictamente necesario, haciendo así un poderoso contraste entre las dos partes que forman la película (una silenciosa como un cementerio, otra muy verbal).

Pero donde Urbizu demuestra una maestría absoluta es en cómo va sembrando a lo largo de la película unas promesas argumentales que entroncan con la imagen del héroe caído y su pasado turbio (algo, de nuevo, muy del noir americano) para, llegado el momento, hacer un alarde de contención y ahorrarse cualquier tipo de sentimentalismo o introspección psicológica extra en lo referente al protagonista (un acojonante Jose Coronado). Sé que a muchos esa particular gestión de la información no les gustará, pero para mí es una demostración de originalidad y madurez de tres pares de cojones. Ya hay doce mil millones de películas que exponen a un personaje caído y después lo redimen diciéndote que X cosa le jodió la vida y de ahí que bla bla bla… También, en una acción no exenta de cierta metaficción, ejemplifica que cada película necesita que sus personajes muevan la trama, ni más ni menos. De ahí que los secundarios estén representados de manera justa y concisa, no se malgasta un plano o una línea de más en caracterizar algo si no es vital (he ahí por qué se omiten detalles de corte sentimental: dan lo mismo, la máquina se sigue moviendo a pleno rendimiento). Esa fisionomía tan particular da como resultado una película que tiene toda la espectacularidad y ritmo de un thriller, la complejidad del cine negro y la coherencia y valor artístico propia de un autor que sabe de cine.

En fin, que para resumirlo en una frase: esta es una de las mejores películas que se han producido nunca en este país.